Rancho Las Voces: Textos / Mercedes Pérez Bergliaffa: «¿Quién le pone precio al arte?»
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martes, agosto 20, 2013

Textos / Mercedes Pérez Bergliaffa: «¿Quién le pone precio al arte?»

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El martillero de Sotheby’s alienta la puja por El grito, la obra icónica de Edvard Munch. Se subastó el año pasado a un precio récord de 120 millones de dólares.. (Foto: Archivo)

Ciudad Juárez, Chihuahua. 5 de abril de 2013. (RanchoNEWS).- Aparte del de las drogas, el del arte es el mercado más grande y menos reglamentado del mundo», comenta el hombre viejo, de gesto escéptico y mirada lapidaria. Lo dice mientras va sentado en un taxi rumbo al Armory Show, la glamorosa feria de arte contemporáneo que se realiza cada año en Nueva York. El hombre sabe perfectamente de lo que habla: es Robert Hughes, ácido crítico de arte de la revista Time, fallecido el año pasado. Antes de morir, Hughes se encargó de dejar un par de testimonios claros, sobre todo algunos relacionados con el mercado del arte. Declaró, por ejemplo, que «mucho del arte se ha convertido en una apuesta para ricos e ignorantes», que «tener una fantasía y pagar 135 millones de dólares por ella no la hace necesariamente cierta», y un par de cosas más que no deben haber caído nada bien entre los coleccionistas, las casas de subastas y los galeristas. Usted mismo puede deleitarse con más declaraciones de Hughes sobre el tema, en su documental La maldición de la Mona Lisa (2009), fácilmente accesible, subtitulado en español, en YouTube. Allí podrá observar también otros detalles: cómo, por ejemplo, en las filmaciones que lo retratan como un joven crítico de arte entrevistando a los grandes artistas de los 70, o queriendo salvar, a puro idealismo, las obras de arte de la ciudad de Florencia de la inundación de 1966, la cara del periodista estaba relajada y sonriente. Con el paso de las décadas su rostro se convierte en roca. La mueca de Hugues, a medida que se metió en el mundo del arte contemporáneo, devino un rictus descendente. La de la Mona Lisa, en cambio, sigue intacta.

«Lo que alguna vez se llamó el negocio del arte se ha transformado en una industria enfocada en la producción de visualidad y significado», explica la investigadora alemana Isabelle Graw, especialista en mercado de arte, en su libro ¿Cuánto vale el arte?, que acaba de publicar en español la editorial Mardulce. «Ese significado que se les asigna a las obras de arte es mucho mayor que su equivalente monetario. Eso explica que a veces se pidan sumas astronómicas por ellas», dice la autora del libro, que lleva el subtítulo nada conciliador de Mercado, especulación y cultura de la celebridad.

Lo que Graw menciona coincide con lo que me explicó hace meses el especialista Axel Stein, de Sotheby´s de Nueva York, en ocasión de la venta en 120 millones de dólares de «El grito», del artista noruego Edvard Munch (la pintura más cara jamás vendida en una subasta). Cuando le pregunté cómo podía ser que esa obra –un pequeño cuadro realizado en pasteles– costara 120 millones de dólares, Stein me dijo: «Para responder eso no hay una sola razón sino un conjunto de razones. Una puede ser su importancia histórica: la obra de Munch es una pintura icónica del pasaje del siglo XIX al XX, una pintura que se diferencia mucho de la producción normal del artista. No se sabe si el personaje es mujer u hombre, no cae en la caricatura pero se acerca, y resume en un solo cuadro la angustia de ciertos tiempos. Frente a ella, nadie puede quedar impávido». Escuché lo que Stein me dijo; noté que estaba intentando otorgarle más significado a la obra, un significado que pudiera justificar su precio. Graw, una vez más, tenía razón.

Claro que la pintura de Munch es de principios del s. XX, es decir, moderna, y entonces ya ha pasado un cierto tiempo durante el que demostró un determinado protagonismo dentro de la historia del arte. Se podría, entonces, esgrimir con un poco más de fuerza algunos justificativos para el increíble monto que alcanzó en la subasta. Porque, claro: se trata de arte y ése es el único mercado en el que las mercancías tienen un estatus especial: la «mercancía arte» es la única que posee tanto un valor simbólico como un valor de mercado. Pero hay otra situación que está bien presente en todos lados: la del arte contemporáneo.

Con él no pasa lo mismo que con el arte de los viejos maestros (Old Masters, si usamos la jerga de las subastas) ni con el arte previo a 1945 (categoría que llaman «Arte Impresionista y Moderno»), ya que en el caso del arte contemporáneo no hay un valor simbólico sólido que pueda ser traducido en dólares, simplemente porque la obra no ha tenido aún tiempo de adquirirlo. ¿Cómo hacer, entonces, para que una obra nueva, de un artista contemporáneo, adquiera un significado tal que justifique su elevadísimo precio? (en caso de que esos precios fuesen justificables gracias a su valor simbólico, algo bastante improbable: ¿qué valor simbólico justifica que se paguen 255 millones de dólares por una pintura al óleo de tamaño mediano –90 x 130 centímetros–, en la que se ven representados dos jugadores de cartas, aun cuando se trate de una obra histórica de Paul Cézanne, la más cara de la historia, según se dice?) Para crear un sentido que justifique el valor de mercado –o sea, una excusa con ribete histórico y científico–, es necesario poner en marcha toda una construcción, un sistema de diversos agentes –galeristas, marchands, asesores, casas de subastas, coleccionistas, críticos, investigadores, historiadores del arte, los medios y los mismos artistas– que hagan que una obra de arte determinada parezca valer un precio específico y que, además, eso tenga veracidad. La idea es que los coleccionistas o compradores verdaderamente lo crean y que, en el caso del arte contemporáneo, llamen a los consultores, galeristas y marchands con ese tipo de preguntas que tanto se escucha en el mundillo, a puertas cerradas: «¿Qué es lo último, qué es lo más nuevo, qué es lo que busca todo el mundo?» Es que en el arte, sí, los artistas también se ponen de moda».

Por teléfono desde los Estados Unidos, donde se encuentra dando un seminario, Graw comenta a Ñ: «Para mí es crucial hacer notar que los dos valores, el simbólico y el de mercado, son interdependientes: se constituyen entre sí. Doy un ejemplo: se necesita al valor simbólico para la fundación del valor de mercado. Aunque existieron momentos en el mundo del arte –como el del último art boom –, en que el valor de mercado tuvo la autoridad total. Pienso en artistas como Anselm Reyle, cuyo trabajo tiene muy poco valor simbólico ya que los historiadores del arte no lo han considerado relevante, pero que igual alcanzó precios altos en las subastas. Pero si un artista es considerado célebre –como Martin Kippenberger, recuerdo la recepción póstuma que se hizo de su obra–, su personalidad y su vida ‘excesiva’ son cruciales para la emergencia del valor simbólico y también de mercado. Esto pasa porque su obra está cargada del mito sobre su ‘vida excesiva’, lo que hace que el valor simbólico parezca auténtico o creíble. Entonces, los hechos relacionados con la vida de un artista son una precondición para que el valor de su obra ocurra». Volviendo al tema anterior: en el caso del arte contemporáneo reciente, ¿cómo es posible que obras recién creadas, recién salidas del horno, adquieran tanto valor simbólico como para costar 100 millones de dólares? ¿O acaso se trata sólo de su valor de mercado? Bueno, parece que todo comenzó en los años 80, cuando la venta de una pintura –paradójica, ya que se trataba de un artista que había vendido una sola obra en vida, y por unos pocos pesos–, dejó al descubierto no sólo las cifras increíbles hasta donde podía llegar el arte, sino también las acciones especulativas que se escondían por detrás: me refiero a la pintura «Los lirios», de Vincent Van Gogh. En el año 87, cuando Sotheby’s la subastó, fue un gran récord histórico: el magnate cervecero Alan Bond pagó por ella 53,9 millones de dólares. Fue, hasta ese momento, la suma más grande jamás pagada por una obra. Pero esa venta también indicó cómo puede inflarse un precio: cuando Sotheby’s la vendió, otorgó a Bond un crédito de 27 millones de dólares para que pudiera comprarla al precio altísimo al que fue vendida. Este tipo de créditos que las casas de subastas otorgaban (¿otorgan?) crean la gigantesca escalada –artificial– y ayudan a mantener precios irreales. La operación quedó al descubierto, Sotheby’s declaró que no iba a otorgar más créditos a sus clientes, y un punto más: Bond nunca pudo pagarle a la casa subastadora. Tuvo que volver a poner en venta «Los lirios».

Respecto a los gigantescos precios que alcanza el arte contemporáneo, hay un ejemplo paradigmático: «Por el amor de Dios», la calavera de platino recubierta de diamantes del artista inglés Damien Hirst, máximo exponente, junto a Tracey Emin –reciente visitante de nuestro país para asistir a la inauguración de su muestra en el Malba– de los YBA (Young British Artists), valuada en 100 millones de dólares durante 2007. Su costo de producción fue de unos 25 millones y medio de dólares. Pero la mayoría de los especialistas consideraron la venta de esa obra como un gran fiasco, que trajo como cola todo un debate ético. El caso muestra cómo el mercado de arte puede ser manipulado. El periodista de arte británico Ben Lewis sostiene que, a diferencia del resto de los mercados –como el inmobiliario, por ejemplo– en el del arte se ejercen prácticas que no son tan frecuentes en otros, como las prácticas monopolistas: una sola persona –coleccionista o galerista– concentra la mayor cantidad de obras importantes de un artista «fundamental» y eso puede llegar a influir en los precios; es lo que pasa, por ejemplo, con el coleccionista José Mugrabi, dueño de los 800 Andy Warhol más importantes del mundo: en otro mercado esto no estaría permitido. Retomando el «caso Hirst»: durante 2006 el artista tenía más de seis estudios alrededor del mundo, con más de 150 asistentes; es decir, Hirst producía obras en serie (otra vez llegan las palabras de Graw, esta vez con su «teoría de la industrialización» del arte, en la que propone que los artistas son gobernados por agentes corporativos y por la idea de celebridad). En junio de 2007 sale a la venta la famosa obra-calavera de Hirst, yendo directamente del taller del artista a la venta en la galería, es decir, no tuvo exhibiciones previas ni recorridos por las manos de varios coleccionistas, que es, también, lo que ayuda a valorizar un trabajo. En agosto del mismo año, los galeristas de Hirst –una de las galerías más importantes del mundo, la inglesa White Cube– y el mismo artista, declararon a la prensa que habían vendido el cráneo por el precio solicitado a un consorcio de inversores. Tiempo después, el mismo propietario de la galería declaró que él y Hirst formaban parte de ese consorcio y poseían más del 50 por ciento de la obra; es decir, que el propio artista y su galerista habían comprado más de la mitad del trabajo que habían puesto en venta. Fue, lo que se dice, un gran paso anti-ético y una maniobra especulativa oculta.

Cosas semejantes ocurren en todo el mundo: a otra escala, en nuestras regiones, los artistas y galeristas también especulan, a veces, con sus propias obras: ocurre con los que son considerados históricos, por ejemplo, que duplican ellos mismos o sus galeristas algunos trabajos, o amplían las series, aun cuando la original fue realizada hace décadas.

«Creo que la calavera de Hirst es un grandioso ejemplo de fiasco de marketing», comenta a Ñ la socióloga y periodista Anne Thornton –autora de otro libro revelador, Siete días en el mundo del arte–, desde Río de Janeiro, donde se encuentra realizando una investigación. «Lo que hicieron fue una manipulación desastrosa, porque comercializaron y armaron todo el marketing alrededor de esa obra basándose en el precio que ellos mismos le habían puesto, que no era el que la obra, en realidad, valía».

Aquí no está de más mencionar lo que dice respecto al mercado Orly Benzacar, directora de la galería Ruth Benzacar, una de las más importantes de la Argentina: «Como galerista, vos podés decir que una obra vale 100 millones de dólares, pero si nadie te los paga, entonces eso no es lo que la obra vale. Se trata de mercado».

Sigue diciendo Thornton sobre Hirst: «Creo que hay muy buenas razones que explican por qué algunos trabajos de arte contemporáneo nunca han sido vendidos. La calavera, por ejemplo, fue directamente del estudio del artista a la venta; y esto no es así, las obras de arte tienen que ir adquiriendo significado, necesitan de un tiempo, necesitan ganar interpretación. Un caso muy diferente es cómo trabajan las casas de subastas, que venden obras de mercado secundario (es decir, obras más antiguas, que ya pasaron por más de un dueño, que no provienen directamente del artista, como ocurre en las galerías de arte). Además, actualmente las obras de artistas como Hirst pasan del taller a la galería y lo más importante que se sabe sobre ellas es el precio que por ellas se pide (que ni siquiera es real, porque una cosa es el precio real de venta y otra, el precio que los galeristas le ponen). De esta manera la obra no tiene la oportunidad de adquirir otros significados, porque el dinero siempre habla más fuerte. Creo que la venta de esa calavera –que, hasta donde sé, es copropiedad de Hirst y de su galería londinense–, fue una inmensa vergüenza para él, no sólo porque la calavera, en realidad, no se vendió, sino porque mintieron al respecto», concluye Thornton.

Viene entonces a cuento un comentario de Hughes en su documental: «El arte ya no es valorado por su perspectiva crítica sino por sus precios. Estos tienen una función central: la de dejarte ciego». Anteriormente, Hirst había protagonizado otro capítulo importante dentro del sistema de cortocircuitos y resortes que es el mercado de arte: como empresario brillante que es, organizó en Nueva York durante 2008, en plena bancarrota de Lehman Brothers, una subasta de sus propias obras, saltándose pasar por sus galerías. Fue la primera vez en la historia que un artista hizo esto; y esta acción fue su obra maestra, más aun que sus tiburones y vacas mantenidos en formol. La subasta se hizo el mismo día en que se hundió Lehman Brothers y, dado el contexto, llevaba todas las de perder. Ya hacía años –desde fines de los 90– que el mercado del arte contemporáneo había devenido una burbuja, es decir, había abundancia de bienes (obras) en el mercado (por eso es importante que los artistas contemporáneos exitosos tengan muchos asistentes y talleres, necesitan producir); los precios subían y los compradores los seguían; había créditos disponibles de las principales casas de subastas para lograr que los precios subieran más a la hora de pujar; a los coleccionistas norteamericanos que donaran obras de arte a museos públicos se les descontaban impuestos –hasta un 30 por ciento–; existía manipulación de los precios por parte de los galeristas y casas de subastas con la complicidad de los artistas; y claro, por último, el amor al arte. Todo esto había creado la burbuja del arte, al igual que la llegada al mercado de nuevos compradores.

En 2003 hubo toda una generación de nuevos millonarios de fondos de riesgo, a los que un par de años más tarde se unieron los nuevos magnates rusos y los jeques árabes del petróleo. El combo completo hizo que los precios de las obras, a mediados de los años 2000, enloquecieran. Pero claro, hasta las burbujas tienen reglas: la más importante es que, en determinado momento, las personas dejan de comprar y los precios comienzan a caer. Por eso Hirst, al organizar su propia subasta en semejante contexto, corría sus riesgos: estaba subastando obras de creación reciente en medio de una crisis. En el fondo, sabía que sus galeristas y coleccionistas no lo iban a dejar caer. ¿Cómo? Pujando por los precios durante la subasta y comprando ellos mismos algunas de las obras. Conclusión I: se vendió toda la obra de Hirst por 200 millones de dólares, en medio de una debacle económica. Conclusión II: queda claro que, aun cuando subaste por sí mismo, el artista no puede prescindir de las galerías.

En uno de los documentales que Ben Lewis realizó, le pregunta a Mugrabi, a la salida de la subasta de Hirst: «¿Qué explicación puede darle a eso?» Mugrabi responde: «Bueno, él es el mejor».

¿Pero cómo se le pone el precio a una obra de arte? «Es muy difícil determinar eso, creo que son las ventas sucesivas, a lo largo de los años y en galerías –no en remates–, lo que determina verdaderamente el valor de una obra», comenta Jorge Mara, director de la galería Mara-La Ruche, de Buenos Aires.

Tim Marlow, director de White Cube de Londres, responde la misma pregunta desde esa ciudad: «Valuar una obra es una mezcla de arte y ciencia, en la que los parámetros los define el mercado libre del capitalismo, siempre y cuando algo sea valuado en términos de que hay alguien que está dispuesto a pagar por ella. Pero en un buen mercado primario (el de las obras que pasan de las manos del artista directo a la galería), las galerías tienen que considerar una visión estratégica amplia acerca del mercado de un artista. El calentamiento excesivo del mercado de alguien determinado es malo para su reputación, y trae como consecuencia el inevitable enfriamiento de precios que le sigue. Entonces, un apoyo sostenido a largo plazo es lo mejor. Gracias a eso, el mercado de un artista puede construirse de manera sólida, los coleccionistas serios no encuentran precios fuera de él y la rabiosa especulación del mercado secundario está, así, controlada».

Desde Hong Kong, Jonathan Wong, especialista de la casa Sotheby’s de esa ciudad, le expica a Ñ: «El valor de una obra de arte se puede determinar por varios elementos, por ejemplo, el artista, su vida y su carrera; su importancia histórica; el historial de sus exhibiciones; las dimensiones y técnica de las obras; el mérito artístico; la rareza y unicidad de los trabajos. Por otra parte, entre las razones por las que los precios del arte contemporáneo asiático están subiendo, están el creciente interés mundial por Asia, sobre todo por China; el incremento de coleccionistas asiáticos y chinos cuya influencia en el mercado de arte asiático contemporáneo hace que éste aumente como nunca; el hecho de que existan, actualmente, coleccionistas chinos que construyen sus propios museos privados, generando así una gran demanda histórica por obras de períodos tempranos de los artistas: y por último, la inestabilidad del mercado financiero: las personas valoran el potencial que tiene el arte de ser una inversión alternativa».

«¿Acaso la autoridad del arte reside en una chequera?», pensó Hughes alguna vez. «Hacer dinero es arte», declaraba por su parte Andy Warhol en los 60. Recién comenzaba la época de euforia del mercado del arte, de la creación del artista como celebridad, de la consolidación del uso del marketing y del «buen parecer» –el artista «lindo», «cool»– como una estrategia más; de la religión del éxito, como la llamó en algún momento Graw; del arte como un artículo de lujo. Damien Hirst, Jeff Koons y Maurizio Cattelan, sus obras, son claros ejemplos: ante ellos, los coleccionistas caen de rodillas.

Nada de lo que se menciona en esta nota tendría por qué sorprender. Es sólo una parte más de un escenario que esconde, muchas veces, sus cortinas de humo: las de las rutas del dinero y la especulación.

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