Rancho Las Voces: Textos / «Poética del laberinto» por Antonio Muñoz Molina
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sábado, febrero 11, 2017

Textos / «Poética del laberinto» por Antonio Muñoz Molina

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Print Gallery, obra de Escher expuesta en el Palacio de Gaviria. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 10 de febrero de 2017. (RanchoNEWS).-Los juegos visuales de Escher enseñan lecciones valiosas sobre la percepción, pero lo que lo hace memorable es su fuerza poética. Es la percepción que comparte Antonio Muñoz Molina en su texto que publica el suplemento Babelia de El País, acerca de la exposición Escher en Palacio de Gaviria, Madrid.

De la exposición de Maurits Escher en el palacio de Gaviria de Madrid se sale un poco enloquecido. Yo fui a verla una mañana de mucha lluvia, y hacia cualquier sitio que miraba se me aparecían laberintos de repeticiones matemáticas, como si todavía estuviera delante de sus escalinatas imposibles o de esos mosaicos en los que danzarines o bufones blancos de cuerpos torcidos se yuxtaponen a danzarines o bufones iguales pero de color negro. En todo lo que veía encontraba patrones visuales que se complicaban o se disolvían: paraguas negros sobre las cabezas de la gente, diseños de baldosas en el pavimento, peldaños en la estación del metro que subían y luego bajaban con un ritmo inverso pero también idéntico

Escher lo vuelve a uno sensible a las repeticiones geométricas que organizan muchas facetas de la realidad y a la extraordinaria facilidad del cerebro para dejarse engañar por trucos visuales, a caer en trampas unas décimas de segundo antes de advertir que lo son. Combinaba el rigor de muchos siglos de artesanía del grabado con una libertad de la imaginación que podía llevarlo a la cercanía con el surrealismo. Lo que más lo distingue de los artistas de vanguardia que fueron más o menos sus contemporáneos es la propensión a la soledad y al mutismo y la dedicación severa y absoluta al oficio. El artista de vanguardia quiere llamar la atención sobre sí mismo y hacer alarde de su audacia vital y de su irreverencia hacia cualquier tradición. Escher, en las fotos, en los autorretratos, es un caballero enjuto vestido con una formalidad de explorador o de naturalista antiguo, de catedrático de alguna disciplina noble y difícil. En su presencia había una intemporalidad muy parecida a la que hay en su arte. Parece un hombre del siglo XIX, o de esa era del XX que va del final de la guerra de 1914 al principio de la de 1939. Imaginarlo en su tiempo, en los años de la ocupación alemana de Holanda, por ejemplo, de las deportaciones, de los bombardeos, del colaboracionismo, es tan difícil como imaginarlo en Granada, donde estuvo en 1922 y luego en 1936, en mayo. Esas torres muy elevadas sobre precipicios que aparecen en sus grabados vienen sin duda de las torres de la Alhambra, igual que esos balcones a los que se asoman figuras meditabundas que lo mismo suenan a ilustraciones de cuentos que a personajes de capiteles medievales, o de barajas de naipes.

Con su traje de franela de viajero, con sus pantalones bombachos, su perilla y sus gafas, Escher es en Granada un secundario en una historieta de Tintín, tan dedicado a observar en todo detalle los mosaicos nazaríes que no se da cuenta de lo que sucede a su alrededor. Se asomaría a los balcones que dan al gran barranco del Darro y se acordaría de los pueblos italianos colgados de precipicios que había dibujado y grabado en sus viajes de años atrás. Con un gran cuaderno, con lápices de colores y acuarelas, dibujaba la variedad inagotable de combinaciones geométricas que lo rodeaban por todas partes en los muros de la Alhambra. Escribió que era asombroso que en tanta riqueza no hubiera la menor referencia a formas humanas ni animales, y muy pocas al mundo vegetal. Fue en la Alhambra donde concibió la idea de un espacio completamente ocupado por formas que se repetían y variaban con arreglo a normas rigurosas, del todo objetivas, como las que gobiernan los crecimientos orgánicos, las series de variaciones o las fugas de la música barroca.

En el curso de su biografía parece contenerse mucho más tiempo que el de una sola vida. En las fotografías de su primera juventud hay una pesadez decimonónica, pero vivió hasta 1972 y tuvo tiempo de asistir al estallido de la contracultura y de la psicodelia. No cuesta nada imaginar el juego que darían sus grabados en combinación con el LSD o con las efervescencias visuales inducidas por el hachís. Escher era un caballero antiguo con perilla blanca y chaquetas de tweed, pero le dio tiempo a ser admirado en vida por Pink Floyd, y hasta a negar a Mick Jagger el permiso para usar una de sus obras como portada de un disco. Da la impresión de que la suya fuera una vida centenaria, por todos los trastornos que se concentran a lo largo de ella: sorprende comprobar que murió con 74 años.

En la música de Bach, que Escher admiraba tanto, el rigor matemático y la transparencia de las formas se corresponden con un estremecimiento de lo terrenal y de lo sagrado. Los juegos visuales de Escher enseñan lecciones valiosas sobre la percepción y transmiten intuiciones muy agudas sobre la geometría y el espacio, pero lo que de verdad lo hace memorable es su maestría técnica y su fuerza poética. Las vistas nocturnas de Roma que dibujó y grabó en su primer viaje a Italia, a los veintitantos años, transmiten la sensación maravillada de descubrimiento de quien camina por la ciudad desierta a altas horas de la noche y ve surgir a la vuelta de una esquina o al fondo de una plaza una gran iglesia barroca iluminada, las ruinas colosales de un monumento antiguo. Antes de aplicar fórmulas geométricas para subdividir un espacio abstracto, había prestado atención al modo en que se superponen escalinatas, tejados, cúpulas, cornisas en el caserío apretado de una aldea de Italia, y a la repetición ordenada de las praderas y los campos de cultivo en su llanura holandesa. De las líneas recias y los bloques de tinta negra de las xilografías pasó a la sutileza de lápices que parecían rozar apenas el papel, que dibujaban volúmenes con un tenue sombreado. A veces da la impresión de hacer grabados alemanes del siglo XVI y otras veces son como grabados japoneses: un estanque de agua lisa con hojas otoñales posadas en ella, intercaladas con el reflejo de las ramas de los árboles, con las figuras de los peces que nadan bajo el agua: el agua, su profundidad, lo que contiene, lo que flota en ella, lo que se refleja, todo en un solo golpe visual. Solo en la brevedad de un haiku caben tantas cosas juntas.


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